Veo poco la televisión, no es una frase tópica para dármelas de intelectual elitista, es que aunque soy hipotensa tengo miedo de tener una subida de tensión estratosférica y estando la sanidad pública como está hay que cuidarse mucho. Me explico, solo suelo ver los informativos y básicamente de cadenas públicas y desde que salimos del confinamiento, con el verano como periodo vacacional por excelencia en el horizonte, parece que en vez de una emergencia sanitaria tenemos una emergencia de ocio.
Para mi es lamentable, que más allá de la estadística convertida en marcador de evento deportivo entre las distintas comunidades, ocupen más minutos las terrazas que los centros de atención primaria, las reclamaciones de discotecas y otros locales de divertimento de masas nocturnas (parafraseando al obispo de Alcalá) más que los hospitales, los restaurantes y hoteles sin turistas hijos de la Gran Bretaña más que la situación de los profesionales de la sanidad. Y antes de que se me echen a la yugular los de lo primero es comer, les diré que perdonen mi ignorancia, pero quizá para comer antes hay que vivir y que sin salud o mueres o malvives. Y espera, que creo que sin salud tampoco puedes trabajar, eso si tienes la suerte de tener un trabajo aunque sea en un centro de explotación permanente.
Es vergonzoso y una radiografía del Reino de España que en plena pandemia, (porque ya dicen que estamos en la segunda ola de este maremoto llamado coronavirus, y las mareas y mareos que nos quedan) ver la programación estival, como si los problemas que nos asolan se hubieran ido de vacaciones. Es sintomático que en vez de informar a la población con programas divulgativos con profesionales solventes, que nos hagan un retrato realista de cómo está la situación, aunque sea un duro golpe, se nos bombardee con programas de amplio espectro lleno de tertulianos clonados repitiendo lo que han leído por ahí y dándoselas de gurús de la ciencia ponderando en la caja de la manipulación. Y llegados hasta aquí hasta eso podría perdonarse porque al fin y al cabo con certeza poco se sabe del virus, pero lo que es imperdonable es que no se nos informe de la desoladora realidad de la sanidad pública.
Nos venden hasta el hastío fotos de playas masificadas, botellones, plazas de toros hasta la bandera rojigualda, DJ’s con vocación de dragón afónico, los deportes, el sol y el calor tan impropios del estío, como si fuera un verano cualquiera. Y nos tratan como a disminuidos de entendederas y nos infantilizan con una información que no nos respeta y que nos cubre de tiritas porque se ve que no somos capaces de soportar la verdad sobre la crisis sanitaria que padecemos, aunque puede ser que quien no pueda soportarla, o no pueda permitírsela, es quien nos la oculta. Una situación que por otra parte no nos asola desde marzo, ya nos viene restando vida desde hace años. Ahora le ponemos un arcoiris y repetimos como mantra todo va a salir bien cerrando con fuerza los párpados esperando que al abrirlos vivamos en sanilandia.
La sanidad pública lleva lustros enferma y como buena paciente crónica, mujer y de clase trabajadora se ha acostumbrado a sufrir en silencio y a parchear sus carencias para no ser tildada de hipocondríaca menopáusica por el estado machista. Pero ya no puede más y tras complicársele el diagnóstico por las dolencias acumuladas, no atajadas negligentemente a tiempo, agoniza ante la mirada indiferente de quien tiene el tratamiento en sus manos para salvarla. Y todo esto con el cinismo de pregonar su ejemplo de sacrificio, laboriosidad y solvencia con una palmadita en la espalda, pero recompensando y gratificando sobradamente a la sanidad privada, cuyo beneficio también sale de la costilla trabajadora. Una privada que tiene comiendo de su mano y de su pesebre a quienes toman decisiones en las diferentes administraciones en detrimento de nuestros derechos.
No puedo hablar por todas las áreas sanitarias porque sería muy osado por mi parte, pero sí de las que conozco como usuaria y puedo decir que la situación es catastrófica y que no se me acuse de hacer apología del cataclismo y la distopía de la salud. Ya era intolerable esperar entre de una semana a quince días para ser atendido en la atención primaria, más para el servicio de ginecología, un mes para una ecografía o tener que oír que ya habían hecho el cupo trimestral o semestral o anual de ciertas pruebas. Eso mientras te deseaban suerte para ver si te llamaban, casi siempre más tarde que temprano, de algún hospital o centro de salud alejado de tu domicilio, todo esto con los dedos cruzados para que cuando lo hicieran la dolencia hubiera remitido y no te llegara la notificación al camposanto. Esperar meses para una operación de cataratas, años para una prótesis o dejar morir a personas por no asumir el gasto de un medicamento que les hubiera salvado la vida. Y no sigo para no deprimirme porque si ya antes no podíamos aspirar a la gratuidad de las gafas o de todos los servicios de odontología por la falta de deontología de la clase política profesional, ahora no nos dejan ni soñarlo.
A quien no le ha pasado alguna vez ir a la consulta médica y sentirse como psiquiatra ante diván cuando el que tiene que escucharte y prescribirte te explica que está al límite, que no somos conscientes de lo mal que está todo o lo ves tan estresado o tan pasota por desencanto que sales con depresión o compadeciéndolo. Y eso los que tienen cierta antigüedad, si te encuentras con jóvenes con contratos basura de horas y con remuneraciones obscenas te dan ganas de adoptarlos. Aunque también hay veces en las que sales como el protagonista de un día de furia si te encuentras a quien paga su mala calidad laboral contigo, que has llegado con las fuerzas justas hasta su puerta esperando soluciones y empatía.
Breves ejemplos recientes y contrastados. Persona con dolor en hombro durante dos meses a la que hacen radiografía al cabo de un mes y que espera el resultado casi tres semanas, de momento. Paciente con cáncer que debe ser operado y al que le están prolongando la quimioterapia meses a espera de quirófano. Paciente de cáncer con metástasis, que ha superado tratamiento y operaciones, con sintomatología a ser tenida en cuenta le programan prueba a tres meses vista. Y podría seguir hasta aburrirnos y llorar.
Y mientras tanto aquí podemos ir a la tercera guerra mundial por nuestro derecho a tomar una cerveza en la calle sin mascarilla rodeado de más congéneres, pero no estamos dispuestos a mover un dedo por las vidas de quienes queremos, por nuestra dignidad y por nuestro bien más preciado, la salud, por defender la sanidad pública, universal, gratuita y de calidad a la que tenemos derecho. Ni tan siquiera nos planteamos dedicar cinco minutos a poner una queja por el cauce reglamentario no vaya a ser incompatible con el deporte nacional que es levantar los brazos al cielo durante un minuto clamando soluciones y blasfemar por la desgracia de servicio recibido, como si se tratara de una performance con público complaciente, a veces simplemente abochornado con el espectáculo. Como pensar entonces en salir a la calle pancarta en mano, consigna y grito a reivindicar vida.
Quizá esto pase porque hay quien tiene la suerte de tener una salud de hierro y se siente inmortal, o todo lo contrario, porque tiene la desgracia de tener una salud tan deplorable que no tiene fuerzas ni para abrir la boca para protestar o porque hay quien prefiere esconder la cabeza como tránsfuga de la realidad y lamentarse cuando la enfermedad llame a su puerta, la cuestión es, sea por lo que sea, que la sanidad se nos rompe en pedazos. Y habrá que levantar la aguja del disco del hit tenemos una de las mejores sanidades del mundo, que ya se nos ha rayado. Ahora la situación no es esa y lo peor de todo es que me veo en la triste tesitura, en comparación con otras realidades, de dar gracias por tener lo que tenemos, pero sería una necia irresponsable si me conformara con eso. No defender y no luchar por nuestra sanidad pública nos haría cómplices de crimen de lesa humanidad porque como ha dicho recientemente la consejera de sanidad del País Vasco: va a morir gente.
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