El poder judicial en los últimos tiempos ha adquirido tal protagonismo que llega a suplantar al legislativo y al ejecutivo sin que salten todas las alarmas. Pasar de una democracia débil a una tutela de la Justicia, tantas veces injusta, es una muestra más de la enfermedad terminal, que está socavando el estado de derecho. La ciudadanía no puede escoger al cuerpo judicial, eso lo hacen los tribunales examinadores. Visto el comportamiento de muchos de sus miembros da por pensar que en el temario no existen capítulos referentes a la ética del derecho y al respeto de los derechos humanos. También parece que olvidaron hacer psicotécnicos para protegernos del ego superlativo de personas que en cualquier momento pueden tener nuestro futuro en sus manos. Porque todas estamos expuestas a sentarnos cualquier día en el banquillo de los acusados por ser antifascistas.
Los representantes políticos escogidos por los partidos a los que hemos votado han utilizado en demasiadas ocasiones para sus fines a los funcionarios públicos togados. Desde su cobardía política han puesto como escudo a la Justicia y la han utilizado como arma arrojadiza cuando se veían incapaces de hacer aquello por lo que se les paga, dar soluciones políticas a problemas políticos. Desde su soberbia y pensando solo en acceder o mantener el poder, la clase política no intuyó que la cúpula del estamento judicial se sentiría tan cómoda en su nuevo papel, que asumiría el destino del Reino como algo natural. Pero esta no era Salomón, resultó que el instrumento para solucionar la ineptitud y los cálculos electorales de los del bipartidismo, tenía su propia hoja de ruta. Porque sí, las señoras y señores funcionarios, cuyos salarios pagamos con nuestros impuestos, tienen ideas políticas, éticas y religiosas, lo que es normal, el problema viene cuando estas interfieren en su labor, interpretando la ley a través del filtro de su pensamiento. El funcionariado no es inocuo. Así la ley puede verse forzada y tergiversada para dictar sentencias tintadas de un color que casualmente suele mimetizarse con el pantone del ala derecha del Congreso de los Diputados.
La judicatura forma parte de la élite y no tan solo del funcionariado, de la élite del estado y de la sociedad, se sabe élite y sabe que sus veredictos tienen consecuencias más allá de lo particular y que pueden marcar a personas, colectivos, pueblos y naciones. Y eso es mucho poder. Deshacer el daño que puede ocasionar una sentencia es imposible en la mayoría de los casos, la huella que deja es una marca de por vida, la prevaricación provoca sufrimiento, erosiona la democracia y abona la impunidad. Y nadie juzga al juez.
En los últimos años hemos visto como las sentencias injustas se han ido sucediendo exponencialmente con total impunidad. La misma injusticia que desde la transición solo afectaba a algunas personas bajo el epígrafe terrorismo, anarquismo o antisistema. Esto parecía no molestar a los demócratas de izquierdas que solo depositaban su voto en una urna cada cuatro años o salían a la calle cuando lo pedían los sindicatos amarillos, porque todo eso no solo les quedaba lejos, si no que creían que se merecían ese trato porque el relato oficial se imponía. Y la situación de indefensión se fue extendiendo y lo que afectaba solo a unos pocos, luego fue a más y a más. Después vino la ley mordaza con su fiesta de la multa. Y las detenciones arbitrarias y las condenas surrealistas salpicaron a muchas de esas personas que durante años habían cumplido con su obligación de votar a la “izquierda” y manifestarse bajo alguna sigla bendecida por sus partidos.
Ahora la semilla del miedo crece y nos cuestionamos el hacer o decir cosas que hace un tiempo dábamos por sentado que formaban parte de nuestros derechos democráticos y constitucionales y que por lo tanto no deberían tener ninguna consecuencia ni policial, ni judicial. La pérdida de la inocencia nos ha llevado a la autocensura y al acatamiento en la mayoría de las ocasiones de una norma que nos castra como ciudadanía. Y cuando el fascismo crece a marchas forzadas y la vara de medir de la justicia no es la misma para todos, nos encontramos cautivos y desarmados, otra vez. Solo hay que ir a la hemeroteca y ver cuantas agresiones fascistas, algunas hasta con resultado de muerte, no han llegado a recibir condenas ajustadas a los delitos cometidos, si es que han recibido condena alguna. Cuantas veces la justicia ha pervertido el delito de odio a su antojo y para sus fines. Cuantas veces antifascistas bajo diferentes banderas o sin ninguna, defendiendo derechos como el trabajo, la vivienda, la salud, las pensiones, la educación, el feminismo, la libertad de expresión y los derechos humanos han sido víctimas de las fuerzas policiales, de fiscales y jueces aprovechando su posición de poder sobre la vulnerabilidad de una ciudadanía cuya palabra parece no tener ningún valor. Y si grave es la palabra última de un juez que nos puede quitar la libertad, no lo es menos que algunos miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tengan un sui generis sentido de lo que es el servicio público; basado en una ideología ultra de patria folklore, que han constatado que encaja perfectamente en nuestro tensado arco democrático, convirtiéndolos en violadores de los derechos humanos sin consecuencia alguna. Y grave es también que la figura del fiscal acabe siendo más beligerante en algunos casos que la de las acusaciones particulares de grupúsculos varios, más propios de los tiempos del nacionalcatolicismo.
Las grandes sentencias y escritos de la judicatura que afectan a cuestiones de estado, pero también a personas cuyos derechos han sido menoscabados, se han convertido en páginas y páginas de argumentario político y no de argumentos jurídicos. Terrible realidad. A través de sus palabras este estamento se permite marcar agendas políticas, cuando por otro lado no admite ni una triste crítica a su labor, que entienden como coacción a sus excelsas personas. Lo vivido judicialmente en los últimos años, por supuesto no solo en Catalunya, ha sido un escándalo clamoroso. El olor a naftalina de algunas togas nos recuerdan al franquismo más chusco, devolviendo los nombres de los fascistas españoles a nuestras calles o retirando los nombres de los demócratas republicanos. Perpetuando monumentos monstruosos como el de Sa Feixina, en Mallorca, bajo el argumento de que las piedras no tienen ideología, pero claro, las piedras no aparecen de la nada, las colocan personas con ideas políticas, en este caso con ideas genocidas. Una justicia que admite a trámite denuncias de grupos fascistas o integristas religiosos sobre cuestiones que se han votado en instituciones públicas, como ayuntamientos o parlamentos autonómicos, en cumplimiento de la ley vigente, para convertirla en papel mojado fallando a favor de los reaccionarios denunciantes. Recordemos como se inició VOX en esto de la política antes de llegar a las instituciones, como acusación particular de todo lo que oliera a rojo y fuera mediático. Y como colofón el informe del Pleno del Consejo General del Poder Judicial sobre el anteproyecto de la ley de Memoria Democrática, que si a nosotros nos parecía corto, a este organismo le parece que se pasa de frenada, dando amparo al franquismo, sus fundaciones y sus comunidades religiosas, en un derrape democrático que nos aboca a la cuneta del tiempo.
Toda esta deriva, de un estado donde la división de poderes se difuminó por intereses ilegítimos, alegales e incluso ilegales, ha provocado que cualquiera se sienta autorizado a menospreciar a las víctimas del fascismo y a quienes las reivindican desde sus ideas compartidas. Insultar, golpear y censurar con chulería y desvergüenza, siempre que se cojee de la una, grande y libre, sale gratis. Mientras tanto las personas que reclamamos los derechos de las víctimas del franquismo y la transición, las antifascistas, las defensoras de los derechos humanos de todos aquellas personas que los ven vulnerados, nos vemos atadas y bien atadas, porque nuestra presunción de culpabilidad nos acompaña.
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