Mucho se está hablando de abrazos y no escribiría nada al respecto si en medio de estos abrazos arrojadizos no hubieran aparecido las víctimas del franquismo, usadas como contrapeso argumental de los que se erigen en vigilantes de la moralidad del abrazo.
Es denominación de origen en este lamentable estado español que las trincheras sean infinitas. Algunas son imprescindibles por pura supervivencia democrática y curiosamente éstas son las más maltrechas con sus sacos terreros agujereados por el fuego enemigo. Algunas son compartidas, pero hay que intentar no estar nunca en la trinchera con orejeras que ha excavado el sistema para convencernos de que somos el súmmum de la progresía adoptando su discurso como propio. Eso es apuntalar la historia oficial, que en este país la siguen escribiendo los mismos y que no deja espacio para el análisis y el librepensamiento, sobre todo cuando se trata ciertos temas donde impera lo visceral. Huelga decir que en trincheras fascistas y neoliberales tampoco hay que poner un pie.
Sentar cátedra de abrazos en el reino donde los franquistas y sus corrupciones fueron convertidos por arte de la transición en demócratas ejemplares, próceres de su patria, viviendo felices a costa de los vencidos y comiéndose las perdices del pueblo, es indecente. Porque si aquí ha habido un abrazo castrante y humillante fue el abrazo forzoso e impuesto de la reconciliación nacional, justo aquel del que vino el lodazal infecto en el que tenemos que pelear cada día para no ahogarnos en injusticia. Una reconciliación nacional a la imagen y semejanza de la falsa premisa de esa guerra civil vendida como guerra entre hermanos. Falsa en primer lugar porque fue un golpe de estado contra la legalidad republicana. Y en segundo, porque cuando el golpe devino en guerra impuesta por el fascismo español obligando al antifascismo internacional a defenderse, que hubiera quienes compartieran genes en antagónicos parapetos no sitúa a los contendientes en una guerra familiar. En ese abrazo de la reconciliación no hubo hermandad sino capitulación y fue vendido pérfidamente y comprado incautamente como acto de amor democrático. Los perdedores tuvieron que perdonar a los que vertieron su sangre durante cuatro décadas y soportar ser perdonados hipócritamente por esos mismos, que les negaron la vida, la libertad, el pan y la sal. Un abrazo cínico y vejatorio del que no nos hemos podido zafar todavía y que ha delimitado el marco maniqueo de lo bueno y lo malo. Y ese abrazo impuesto blanqueado por las urnas en forma de pack indivisible de corona y constitución, solo reformable a beneficio de los que financian los partidos del Régimen del 78, ese abrazo es el que fija la ubicación de las líneas democráticas y de quienes pueden traspasarlas.
El abrazo de la reconciliación nacional ha sido el peor de todos, el de la impunidad, el del desamparo, el de la mentira y la tergiversación, el de los funcionarios de la dictadura asesina convertidos en brazo armado del terrorismo de estado, el más intolerable e injustificable de todos. Así esta democracia inmadura construida en negativo contra los enemigos, a veces tan señalados como necesarios para el estado, y no en positivo a favor de los valores que debería honrar, es una barrera infranqueable para el derecho a la verdad, la justicia y la reparación de nuestras víctimas. Ese abrazo envenenado de equiparación conlleva la perversión de considerar víctimas a quienes formaron parte de la represión de la dictadura. Y no es tolerable bajo ninguna circunstancia que al sádico torturador Melitón Manzanas se le conceda esa condición, ni que reciba reparación moral, ni económica por haber sido asesinado por ETA. Menos aun mientras que Jon Paredes Manot, junto a los fusilados del 27 de Septiembre y otros represaliados, sean considerados terroristas y no víctimas de la dictadura y la transición.
El contexto es fundamental a la hora de revisar los períodos históricos, eso no quiere decir que siempre pueda servir para justificar o legitimar los hechos acontecidos, pero sí para saber porqué se han producido. Es imprescindible entender que la historia es un hilo de consecuencias no un laboratorio de hechos aislados e inconexos. El presente tiene un pasado y el futuro será hijo de nuestro presente. Aislar los hechos asépticamente para respaldar relatos oficiales es un grave error que nos lleva al desconocimiento y a la manipulación. En el caso de las víctimas del franquismo no podemos comprar el machacón justificante del todos mataron cuando unos detentaban por la fuerza el derecho a la explotación y los sin nada el deber de acatar la alienación.
Y si los que trabajamos por las víctimas de la dictadura tenemos que tragar con la sacrosanta e intocable transición, la ley de Amnistía, con que los que firmaban, bendecían o ejecutaban la represión del franquismo sean laureados y considerados democráticos servidores públicos. Si debemos dejar que nos tachen de cansinos, vengativos, resentidos y otros adjetivos. Si tenemos que aplaudir todo lo que ha venido después hasta llegar a las leyes mordazas con sus multas y sus privaciones de libertad. Deberíamos preguntarnos por qué es tan inaceptable como intolerable pedir pasar página y mirar hacia adelante a otros colectivos de víctimas como nos exigen a nosotros. Máxime cuando la mayoría de sus agresores han sido juzgados, condenados y han pasado por prisión ¿Por qué no se les aplica el deber de reconciliación exigido a las víctimas del franquismo y la transición, sin haber recibido éstas justicia del estado, ni tener el reconocimiento de toda la sociedad como ellas? Y no se trata de pedir y dar el perdón, eso es una cuestión personal de las personas afectadas, que forma parte de la creencia, no de la justicia.
La izquierda heredera de los vencidos no puede comprar ese abrazo que nos explica nuestra historia con las palabras de los vencedores. El abrazo de la dictadura a la corona y de la monarquía al franquismo. No puede caer en la equidistancia tramposa disfrazada de mirlo blanco que acaba justificando el marco mental del estado. No puede constituirse en fiel de la balanza para determinar la ecuanimidad de una moralidad dictada. Y lo que nunca deberían hacer los que disertan en foro público, otorgándose la representación de esa izquierda, es usar a las víctimas del franquismo para zurcir los rotos y descosidos de sus discursos, poniéndose a su costa la tirita de defensor de los derechos humanos antes de que los contraargumentos hieran su orgullo de profeta portador de las tablas de la ley.
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